La colonización de América por parte de las monarquías ibéricas conlleva desde el primer momento el proyecto de la conversión religiosa. Aunque esta tarea correspondía también a finalidades de orden político, fueron las órdenes religiosas las que la emprendieron desde perspectivas e intereses propios. La empresa evangelizadora se situó, pues, por un lado, dentro de la legislación indiana, secular y eclesiástica y, por otro, estuvo determinada por las ideas y los conceptos doctrinales y pastorales que la Iglesia Romana había formado e iba formando en esta época. Sin embargo, la América indígena poseía sus creencias y formas de religiosidad propias. Éstas determinaban de manera crucial las posibilidades de comprensión e interpretación de la realidad y de la vida espiritual del mundo americano que los misioneros habían de conocer y anticipar en el discurso evangelizador. Es así que se elaboraron las gramáticas, las doctrinas y los confesionarios y se desarrollaron la arquitectura, pintura y las representaciones sacras de la época colonial. El afán de acercarse a la religiosidad indígena, a sus símbolos y lenguajes conllevaba el riesgo de ser mal entendido — dejar de acercarse, el riesgo de no hacerse entender del todo. Entre estos peligros comunicativos los frailes tenían que buscar salidas, ayudados por indígenas que colaboraron con ellos en la construcción discursiva, simbólica y artística de un nuevo mundo espiritual. A partir de ahí nacieron las prácticas religiosas específicas de la América colonial y, a su vez, se desarrollaron los mecanismos de control desde el poder eclesiástico. Es en este campo abierto y conflictivo donde se inscribe la labor misionera, la actividad catequética caracterizada por logros, fracasos e, incluso, crímenes: por los esplendores y miserias de la evangelización.